memorial

memorial
A Jorge Enrique Adoum
I

Allí donde sopla el viento, con esa fuerza que da  vida,
se embarcó cada tarde en navíos terrestres
sin temor a enajenarse bajo el sol
y desentrañó voces encendidas en la chuquiragüa


o deslizándose en la desnudez de la cebada
o silbando  entre la textura del adobe
porque fue hecho para el canto y para la rabia.


Supo, aún desde ese silencio que le otorgó el miedo,
que detrás de las puertas derribadas en la noche
aguarda la caligrafía de la espera,
que la memoria es un poema
que yace inconcluso entre las cenizas de aquel libro
que los carceleros vulneran con su inopia.

Esa noche, Adoum, tensó la cuerda, a sabiendas
que calló, que nada más había que añadir
a la desolación de la mazmorra,
sino el exilio  donde prepara “el poema más puro
para matarlos”,  para confirmar  que no hay olvido,
solo retratos rotos, ropas desgarradas como un estigma
que registra la iniquidad  de quienes creen
que bajo las patas de los caballos está el olvido.

Calló entonces, nada añadió,
porque sabía que abajo del suelo
yacen intocados, los secretos del hermano herido,
que a pesar de su muerte, no pudieron silenciarlo,
que ya sabemos dónde pretendieron enterrarlo
y que todos  “caminamos con su nombre por la tierra”:

mientras los jueces y verdugos, solapados
ahogan su miopía en la pátina oscura 
que presagia su propio funeral  y los sindica para siempre,
develamos cómo se funda un territorio
donde tus avescorola, Jorge Enrique, se historian con el viento,
ahora sabemos que no hay dolor que sojuzgue a la palabra,
que a pesar de tanta tortura infringida,
el condenado a muerte se yergue
entre los resquicios de su aldea y retorna al río
donde humedeció su rostro tantas veces, dónde amó
entre sigses y pájaros y supo que no es bueno envejecer
en la misma esquina,
en tanto se aleja  el tren que ignoramos tantas veces.


Pero duele también cuando se queda el río
como adormecido con sus muertos, porque siguen matando
cada día y nadie resucita, te cuento Jorge Enrique
que se han inventado otras formas de tortura
y que el oficio de cancerbero ahora, es más profesional
y han descubierto que en este país tan pequeñito,
se sobremuere por capricho.

Pero también aprendimos que no sólo es paisaje
el transeúnte  que se extravió desde la infancia
ni la algarabía de cometas  desatadas en el cerro,
sino ternura que quema como un nudo en la garganta
o huellas imborrables sobre los adoquines del refugio natal
la persistencia en las travesuras de agosto
que nos devuelven a la madre con sus cosas,
entonces crecimos, nos hicimos hombres y asumimos un lugar
una estatura  fundando las  raíces que extraviamos, antes de ayer,
porque aún en esta tierra de nadie, le restamos al tiempo
un espacio para el trazo surrealista  que desborda la memoria…

 II

…desde el otoño oteamos la propia voz en desarmonía
ocarina ajena como el mar que se agita desde adentro,
voces  ecos que porfían  al borde del acantilado,
niños que esperan desde siempre, viento a la deriva,
entonces descubrimos que fue nuestra mano la que ordenó
 las piedras,  cercando las evidencias de esas muertes
donde el amor se hace indisoluble y única compañía
al fin de la adolescencia.

Estamos solos en las raíces debajo de la tierra
como si nunca hubiéramos partido en medio de esta ciudad,
aceptando el tiempo que  restamos cuando callamos
el secreto a voces que tratamos de esconder bajo el tapete

¡ cómo duele la mirada de la abuela a esta hora de la tarde!

Estamos solos y lejos, ignorando que todos los caminos
llevan a ninguna parte, a este instante donde  un ciego
insufla su oscuridad a la ocarina  que nos agita. Llueve
llueve desde adentro como los lunes que odiamos
porque dejamos el aposento donde  desnudamos
intimidades  por vez primera,
el tacto del pezón como una herida incinerándonos...
 ...en el otoño entendemos este desdoblamiento inútil
bueno para nada, como el beso que se desliza
ajeno a las palabras sobre la piel inerte de Maruja
o de ana maría o de quién sabe quién es el engaño.


Llueve, el humus antiguo trasciende los lindes de la aldea
como un presagio, tórtolas azules planean desde la pupila
hasta la oquedad de la mano, llueve sobre los adoquines,
llueven mujeres asexuadas sobre la línea del crepúsculo,
el torrente de la memoria arrecia y enajena
sin dar tregua hasta bien entrado el entretiempo.

Este anochecer –último posible- en la soledad de la buhardilla
 planeamos la deriva sinfín de la palabra
mientras Bretón y Vallejo atisban desde el ojo de la cerradura
y miramos la ciudad abriéndose como un lienzo,  desentrañados
ebrios en medio de la multitud que se detiene en este instante
que ya es mañana:
… se repiten retazos de un lunes cualquiera  colina abajo
mientras la mirada asolada de Dalí 
funde la solidez del péndulo al final del arcoiris
-presagio de la frustración milenaria del aldeano-
porque no encuentra tregua  en el éxodo humano
cuando los pasos han sido forzados a la desolación
en este pequeño territorio olvidado, tierra de nadie, colina abajo
hacedores de vendimia se precipitan a la indigencia,
tropel indecible que engulle la ciudad como un torrente magro,
remiendos que cubren la perversidad  citadina
 en la extremadura de los barrios: Desolación, desolación 
trazo frenético  profanando los visillos
cuando arrecia la codicia en la contextura del ser
e invade el párpado reflejándose en sí mismo: afuera en las calles
en medio de la noche transitan dioses enfermos, 
extrañados de los desvanes,
en su búsqueda inútil  de la luz de los suburbios
donde los  mendigos sortean  su  posesión celeste.
 La ciudad  crece como un barroco inhabitado,
al margen del gentío, en las fisuras de los zaguanes
donde  tiene su origen el  llanto del indigente
que  ignoramos en la tertulia de café. La ciudad crece
bajo la mirada torva de magistrados inicuos
y se agiganta  en el lado oscuro de crónicas malignas.

Absortos en el tráfago trivial,
nadie sabe sobre la fabula de padres e hijos,
venidos desde lejos, afincados en la placidez
de casas antiguas, más allá de la urbe maniquea,
fundando cada día, como el pan tibio en el umbral del horno
que prologa la mano del abuelo y del padre y del hijo
que somos  nosotros,  en perpetuo retorno hacia la otredad
donde el campanario se desboca  hacia tejados cálidos

donde los niños tensan sus catapultas
sobre el cofre de codornices  que atesora el barrio.





III

 CONFESIONES
1
Este yo prontocadáver al filo de una línea imaginaria,
dado a vivir a cada instante con el ansia del náufrago
que mira pasar los navíos sin decidirse,
con el ritmo de su voz que aún le queda encallada
en lo profundo, se confiesa  labio a tímpano,
 como si todo lo vivido
fuera algo así como un cabo en la garganta
aferrado a la yema de los dedos:
son rezagos del niño talentoso al que le castró el primer amor
condenándolo a vivir en la tiniebla del sexo insatisfecho,
hallador consumado al que nadie aguarda en cada puerto,
espero solo en el espejo empañado de  hoteles inmundos

mientras se rehacen fragmentos  de afectos y de insomnios
como quien consulta con la almohada
sobre la inutilidad de la espera; huérfano obligado
ha seguir el porvenir trazado desde el espejismo
de razones ajenas que esfumaron los sueños
invento respuestas en algún cofre de recuerdos tortuosos.

Aquí estoy exactamente a esta hora desnuda
en algún rincón del paisaje, fresco de visiones pretéritas
intentando encontrar pedazos  de un ser negado
a la hora del alimento, con las manos temblando sobre el mantel ajeno
o en el rezo nocturno donde se perdió la noción del mundo
condenado a un hilo de cometa que arrancaron para siempre.

Aquí no estoy, bajo la veladura de fantasmas
sembrados en el anverso de la piel como estigmas patriarcales.

Soy  entonces, en este instante exactamente, precoz adolescente
abandonado en lagos  de aguas  desbocadas
buceando  escaramuzas de peces enardecidos, sinfín salobre,
fuera de mi juicio en medio del tráfago deambulo
calle abajo, hasta perderme en el laberinto de unos muslos, sueño,
así el desasosiego largo tiempo consumó  la terquedad
hasta el instante de alcobas desoladas, naufragando en la seducción
de manos incansables tejedoras de la mortaja  
sin preveer absolución o condena que me absuelva.

La persistencia cotidiana fue escindida a fuego lento
sin dejar piedra sobre piedra de este ser  insaciable
que  me queda como dádiva final de visitantes extraños
que vienen y parten al iniciar las estaciones. No es mío el invierno
porque si atrapo la lluvia en la incertidumbre de mis ojos, muero
y renazco desconocido. Ni mío es el verano que se desvanece
en la resequedad de la piel como una navaja ávida
cuando el verano aguarda en los anversos del otoño
mientras  los ancianos desbastan maquinaciones perversas
en los muros que  nos sitian. A esta hora en medio de la calle
el  mundo es ajeno como los recuerdos que obligan los viejos retratos
o los secretos sepultos entre las raíces de los geranios
que aún florecen en el mismo jardín  que ya no es nuestro refugio;
a esta hora todo es igual  en los dominios del agua que nos aplaca
y es igual la sed que se rehace efímera en el retorno
porque entre las casas derruidas no hay extravío que dure cien años
ni hay palabras que puedan  guarecernos del siniestro.

2
La especie infringe la ternura divisoria, buscando saciar los pajonales
donde afirma su caminar el gentío ancestral
hasta este socavón donde me invado, brisa adentro,
en yaravíes susurrados, desde entonces
como marea de cánticos, baña los tejados de la aldea y me descubro
distinto sobre las huellas que dejarán hombres y mujeres
que habrán de amarse al ritmo de un mismo campanario
a las orillas del río que nunca se detiene. Soy este otro
en búsqueda incesante de aquellos signos  de profundas heredades
de allende el mar, de retornos y de este vientre terrestre
donde los abuelos hunden su mano hasta saciarse
y saben de los favores de la luna  que presagia las cosechas,
por eso cantan y en esas voces está el retorno al ser que me anticipa,
por eso en el silbido del viento encuentran el placer
que fortalece la virtud de sus raíces donde ancló mi otear y mi asombro,
son únicos, presagios del confín de la tierra y en  esa armonía
hilan la sabiduría que explica la sencillez de la semilla,
es allí donde  en cada atardecer descubro el júbilo del vivir
y salgo con el sol  a fundar  nuevos parajes, espacio
sin restricción ni ley, sólo  formas de concebir  lo humano
en la simetría del infinito donde liberar los pasos:

Desde las tersuras profundas que no lesiona el tiempo
en su devenir implacable, fugas y retornos afirman un albedrío
que alberga historias  de gentes  cuya savia agita este torrente,
trajín urdido entonces como si fuera ahora, hasta el sosiego,

las escaramuzas se extinguen en lo insondable, queda solamente
quebrantada la arrogancia de los héroes que salieron de su límite
y los pueblos están mañana a pesar de empecinamientos y vaguedades
de caudillos efímeros, aún en las oquedades de su propio nicho.

Es frágil la memoria  y se oscurece de boca en boca,
sólo permanece lo que de libre  han perpetuado los hombres
en sus confidencias de hoguera que otorgan lo perdurable:

Los ancianos acumulan paisajes, surcos profundos
por los que han transitado, con certeza, dinastías
que no envejecen no obstante  la sucesión del tiempo
y sus manos desnudas  abrigan esta piel, ausente
mientras su mirada confirma la seducción de las ciudades,
este quedarse inexplicable que nos hace distintos.













memorial
A Jorge Enrique Adoum
I

Allí donde sopla el viento, con esa fuerza que da  vida,
se embarcó cada tarde en navíos terrestres
sin temor a enajenarse bajo el sol
y desentrañó voces encendidas en la chuquiragüa


o deslizándose en la desnudez de la cebada
o silbando  entre la textura del adobe
porque fue hecho para el canto y para la rabia.


Supo, aún desde ese silencio que le otorgó el miedo,
que detrás de las puertas derribadas en la noche
aguarda la caligrafía de la espera,
que la memoria es un poema
que yace inconcluso entre las cenizas de aquel libro
que los carceleros vulneran con su inopia.

Esa noche, Adoum, tensó la cuerda, a sabiendas
que calló, que nada más había que añadir
a la desolación de la mazmorra,
sino el exilio  donde prepara “el poema más puro
para matarlos”,  para confirmar  que no hay olvido,
solo retratos rotos, ropas desgarradas como un estigma
que registra la iniquidad  de quienes creen
que bajo las patas de los caballos está el olvido.

Calló entonces, nada añadió,
porque sabía que abajo del suelo
yacen intocados, los secretos del hermano herido,
que a pesar de su muerte, no pudieron silenciarlo,
que ya sabemos dónde pretendieron enterrarlo
y que todos  “caminamos con su nombre por la tierra”:

mientras los jueces y verdugos, solapados
ahogan su miopía en la pátina oscura 
que presagia su propio funeral  y los sindica para siempre,
develamos cómo se funda un territorio
donde tus avescorola, Jorge Enrique, se historian con el viento,
ahora sabemos que no hay dolor que sojuzgue a la palabra,
que a pesar de tanta tortura infringida,
el condenado a muerte se yergue
entre los resquicios de su aldea y retorna al río
donde humedeció su rostro tantas veces, dónde amó
entre sigses y pájaros y supo que no es bueno envejecer
en la misma esquina,
en tanto se aleja  el tren que ignoramos tantas veces.


Pero duele también cuando se queda el río
como adormecido con sus muertos, porque siguen matando
cada día y nadie resucita, te cuento Jorge Enrique
que se han inventado otras formas de tortura
y que el oficio de cancerbero ahora, es más profesional
y han descubierto que en este país tan pequeñito,
se sobremuere por capricho.

Pero también aprendimos que no sólo es paisaje
el transeúnte  que se extravió desde la infancia
ni la algarabía de cometas  desatadas en el cerro,
sino ternura que quema como un nudo en la garganta
o huellas imborrables sobre los adoquines del refugio natal
la persistencia en las travesuras de agosto
que nos devuelven a la madre con sus cosas,
entonces crecimos, nos hicimos hombres y asumimos un lugar
una estatura  fundando las  raíces que extraviamos, antes de ayer,
porque aún en esta tierra de nadie, le restamos al tiempo
un espacio para el trazo surrealista  que desborda la memoria…

 II

…desde el otoño oteamos la propia voz en desarmonía
ocarina ajena como el mar que se agita desde adentro,
voces  ecos que porfían  al borde del acantilado,
niños que esperan desde siempre, viento a la deriva,
entonces descubrimos que fue nuestra mano la que ordenó
 las piedras,  cercando las evidencias de esas muertes
donde el amor se hace indisoluble y única compañía
al fin de la adolescencia.

Estamos solos en las raíces debajo de la tierra
como si nunca hubiéramos partido en medio de esta ciudad,
aceptando el tiempo que  restamos cuando callamos
el secreto a voces que tratamos de esconder bajo el tapete

¡ cómo duele la mirada de la abuela a esta hora de la tarde!

Estamos solos y lejos, ignorando que todos los caminos
llevan a ninguna parte, a este instante donde  un ciego
insufla su oscuridad a la ocarina  que nos agita. Llueve
llueve desde adentro como los lunes que odiamos
porque dejamos el aposento donde  desnudamos
intimidades  por vez primera,
el tacto del pezón como una herida incinerándonos...
 ...en el otoño entendemos este desdoblamiento inútil
bueno para nada, como el beso que se desliza
ajeno a las palabras sobre la piel inerte de Maruja
o de ana maría o de quién sabe quién es el engaño.


Llueve, el humus antiguo trasciende los lindes de la aldea
como un presagio, tórtolas azules planean desde la pupila
hasta la oquedad de la mano, llueve sobre los adoquines,
llueven mujeres asexuadas sobre la línea del crepúsculo,
el torrente de la memoria arrecia y enajena
sin dar tregua hasta bien entrado el entretiempo.

Este anochecer –último posible- en la soledad de la buhardilla
 planeamos la deriva sinfín de la palabra
mientras Bretón y Vallejo atisban desde el ojo de la cerradura
y miramos la ciudad abriéndose como un lienzo,  desentrañados
ebrios en medio de la multitud que se detiene en este instante
que ya es mañana:
… se repiten retazos de un lunes cualquiera  colina abajo
mientras la mirada asolada de Dalí 
funde la solidez del péndulo al final del arcoiris
-presagio de la frustración milenaria del aldeano-
porque no encuentra tregua  en el éxodo humano
cuando los pasos han sido forzados a la desolación
en este pequeño territorio olvidado, tierra de nadie, colina abajo
hacedores de vendimia se precipitan a la indigencia,
tropel indecible que engulle la ciudad como un torrente magro,
remiendos que cubren la perversidad  citadina
 en la extremadura de los barrios: Desolación, desolación 
trazo frenético  profanando los visillos
cuando arrecia la codicia en la contextura del ser
e invade el párpado reflejándose en sí mismo: afuera en las calles
en medio de la noche transitan dioses enfermos, 
extrañados de los desvanes,
en su búsqueda inútil  de la luz de los suburbios
donde los  mendigos sortean  su  posesión celeste.
 La ciudad  crece como un barroco inhabitado,
al margen del gentío, en las fisuras de los zaguanes
donde  tiene su origen el  llanto del indigente
que  ignoramos en la tertulia de café. La ciudad crece
bajo la mirada torva de magistrados inicuos
y se agiganta  en el lado oscuro de crónicas malignas.

Absortos en el tráfago trivial,
nadie sabe sobre la fabula de padres e hijos,
venidos desde lejos, afincados en la placidez
de casas antiguas, más allá de la urbe maniquea,
fundando cada día, como el pan tibio en el umbral del horno
que prologa la mano del abuelo y del padre y del hijo
que somos  nosotros,  en perpetuo retorno hacia la otredad
donde el campanario se desboca  hacia tejados cálidos

donde los niños tensan sus catapultas
sobre el cofre de codornices  que atesora el barrio.





III

 CONFESIONES
1
Este yo prontocadáver al filo de una línea imaginaria,
dado a vivir a cada instante con el ansia del náufrago
que mira pasar los navíos sin decidirse,
con el ritmo de su voz que aún le queda encallada
en lo profundo, se confiesa  labio a tímpano,
 como si todo lo vivido
fuera algo así como un cabo en la garganta
aferrado a la yema de los dedos:
son rezagos del niño talentoso al que le castró el primer amor
condenándolo a vivir en la tiniebla del sexo insatisfecho,
hallador consumado al que nadie aguarda en cada puerto,
espero solo en el espejo empañado de  hoteles inmundos

mientras se rehacen fragmentos  de afectos y de insomnios
como quien consulta con la almohada
sobre la inutilidad de la espera; huérfano obligado
ha seguir el porvenir trazado desde el espejismo
de razones ajenas que esfumaron los sueños
invento respuestas en algún cofre de recuerdos tortuosos.

Aquí estoy exactamente a esta hora desnuda
en algún rincón del paisaje, fresco de visiones pretéritas
intentando encontrar pedazos  de un ser negado
a la hora del alimento, con las manos temblando sobre el mantel ajeno
o en el rezo nocturno donde se perdió la noción del mundo
condenado a un hilo de cometa que arrancaron para siempre.

Aquí no estoy, bajo la veladura de fantasmas
sembrados en el anverso de la piel como estigmas patriarcales.

Soy  entonces, en este instante exactamente, precoz adolescente
abandonado en lagos  de aguas  desbocadas
buceando  escaramuzas de peces enardecidos, sinfín salobre,
fuera de mi juicio en medio del tráfago deambulo
calle abajo, hasta perderme en el laberinto de unos muslos, sueño,
así el desasosiego largo tiempo consumó  la terquedad
hasta el instante de alcobas desoladas, naufragando en la seducción
de manos incansables tejedoras de la mortaja  
sin preveer absolución o condena que me absuelva.

La persistencia cotidiana fue escindida a fuego lento
sin dejar piedra sobre piedra de este ser  insaciable
que  me queda como dádiva final de visitantes extraños
que vienen y parten al iniciar las estaciones. No es mío el invierno
porque si atrapo la lluvia en la incertidumbre de mis ojos, muero
y renazco desconocido. Ni mío es el verano que se desvanece
en la resequedad de la piel como una navaja ávida
cuando el verano aguarda en los anversos del otoño
mientras  los ancianos desbastan maquinaciones perversas
en los muros que  nos sitian. A esta hora en medio de la calle
el  mundo es ajeno como los recuerdos que obligan los viejos retratos
o los secretos sepultos entre las raíces de los geranios
que aún florecen en el mismo jardín  que ya no es nuestro refugio;
a esta hora todo es igual  en los dominios del agua que nos aplaca
y es igual la sed que se rehace efímera en el retorno
porque entre las casas derruidas no hay extravío que dure cien años
ni hay palabras que puedan  guarecernos del siniestro.

2
La especie infringe la ternura divisoria, buscando saciar los pajonales
donde afirma su caminar el gentío ancestral
hasta este socavón donde me invado, brisa adentro,
en yaravíes susurrados, desde entonces
como marea de cánticos, baña los tejados de la aldea y me descubro
distinto sobre las huellas que dejarán hombres y mujeres
que habrán de amarse al ritmo de un mismo campanario
a las orillas del río que nunca se detiene. Soy este otro
en búsqueda incesante de aquellos signos  de profundas heredades
de allende el mar, de retornos y de este vientre terrestre
donde los abuelos hunden su mano hasta saciarse
y saben de los favores de la luna  que presagia las cosechas,
por eso cantan y en esas voces está el retorno al ser que me anticipa,
por eso en el silbido del viento encuentran el placer
que fortalece la virtud de sus raíces donde ancló mi otear y mi asombro,
son únicos, presagios del confín de la tierra y en  esa armonía
hilan la sabiduría que explica la sencillez de la semilla,
es allí donde  en cada atardecer descubro el júbilo del vivir
y salgo con el sol  a fundar  nuevos parajes, espacio
sin restricción ni ley, sólo  formas de concebir  lo humano
en la simetría del infinito donde liberar los pasos:

Desde las tersuras profundas que no lesiona el tiempo
en su devenir implacable, fugas y retornos afirman un albedrío
que alberga historias  de gentes  cuya savia agita este torrente,
trajín urdido entonces como si fuera ahora, hasta el sosiego,

las escaramuzas se extinguen en lo insondable, queda solamente
quebrantada la arrogancia de los héroes que salieron de su límite
y los pueblos están mañana a pesar de empecinamientos y vaguedades
de caudillos efímeros, aún en las oquedades de su propio nicho.

Es frágil la memoria  y se oscurece de boca en boca,
sólo permanece lo que de libre  han perpetuado los hombres
en sus confidencias de hoguera que otorgan lo perdurable:

Los ancianos acumulan paisajes, surcos profundos
por los que han transitado, con certeza, dinastías
que no envejecen no obstante  la sucesión del tiempo
y sus manos desnudas  abrigan esta piel, ausente
mientras su mirada confirma la seducción de las ciudades,
este quedarse inexplicable que nos hace distintos.












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